Mirian, la esposa del doctor Díaz, esperaba sentada frente a la mesa del despacho de su marido a que este, en la pieza anexa, se cambiara de ropa para cerrar la consulta y marchar a cenar juntos. La noticia que ofrecía en primera página el diario que reposaba encima de la mesa refería un crimen espantoso perpetrado en la ciudad días atrás. Un joven enfermero había asesinado a un tipo de cuarenta y cinco años en su domicilio. Allí lo halló la policía, alertada por los vecinos al oír los gritos de la víctima. El agresor aún tenía en la mano el cuchillo con el que había asestado una docena de golpes a la víctima, que yacía desmadejada y ensangrentada en el suelo. Arrestaron al joven sin que opusiera resistencia alguna. Al parecer, el presunto homicida estaba con la mirada perdida, como si fuera ajeno a sus actos. Según opiniones de los muchos que lo conocían, se trataba de una persona encantadora, que incluso ayudaba en la parroquia del barrio a recalar fondos para los necesitados. El periodista refería posibles trastornos de personalidad; incluso se atrevía, con cierto humor macabro, a citar el tema de Jekyll y Hyde… «Todavía no doy crédito de lo sucedido con mi exmarido —dijo Mirian—. Era un maltratador, pero su final ha sido terrible». Mientras se colocaba la chaqueta, el doctor respondió: «Hemos tenido suerte con que el destino haya terciado. Recuerda que cuando lo abandonaste amenazó con degollarnos». «Y ya es casualidad que fuera uno de tus asistentes —matizó ella—. Un joven tan dulce convertido en asesino». Él concluyó: «La vida está llena de sorpresas, querida». Justo cuando retornaba al despacho, Mirian vio algo que la hizo estremecer. Sin duda, una de esas sorpresas referidas por él. Encima de una repisa vio varios libros apilados. Todos eran tratados de hipnosis.