Tenemos una idea del poder. De hecho, tenemos una opinión de todo lo que conocemos, aunque  sea de oídas. Somos primates con opiniones, en eso nos diferenciamos de los demás simios. 

Quizá no. Cuando un grupo de chimpancés comienza a apoyar a un nuevo macho como líder y  empiezan una revuelta seguro que tienen una opinión. Les conviene más el nuevo que el  anterior. La cosa ha cambiado y se resitúan, mientras siguen observándose. Ese es el poder  percibido, el potencial que te suponen -o entregan- los demás. Para mí es el real y, por eso,  transitorio. Quien lo tiene, si es inteligente, lo sabe, de ahí su capacidad para generar paranoia. 

Recordemos la película de Stanley Kubrik: “2001 una odisea del espacio”. En ella, un homínido  de hace cincuenta mil años, gana una pelea que siempre había perdido contra la tribu rival al  utilizar un fémur de antílope para abrir la cabeza de su enemigo. Eufórico, golpea el hueso  contra el suelo y lo lanza al aire. Ha descubierto su poder, ya no le toserán. A continuación -en  la elipsis más larga de la historia del cine- aparece una nave espacial con los humanos modernos de principios de nuestro siglo. ¿Hemos cambiado? La apuesta de esa película visionaria,  estrenada en 1968, fue que las máquinas heredarán nuestra suspicacia y nuestro temor a ser  irrelevantes.  

Todas las obras de Shakespeare van de eso, del miedo a ser ninguneado. El mismo Shylock se  muestra cruel pidiendo su libra de carne humana como pago de una deuda, para ser respetado, a  pesar de ser judío en una sociedad que mal lo toleraba. Otelo, miedo a ser sustituido como  amante. Macbeth, conspiración para obtener el trono. Hamlet es una venganza, pero también es  una maniobra cocida a fuego lento para ser relevante; no le sale bien del todo, no quiero hacer  spoiler. Romeo y Julieta, como ejemplo de amor romántico, temen ser olvidados por la persona  amada. Falstaff es un canto a la vida, la juerga y la amistad que se transforma en un análisis de  cómo el poder te cambia. Mi favorita como ejemplo, en este caso, es el Rey Lear: aquí se juntan  el miedo a ser desafiado, el orgullo y el inicio de la senectud. Evidentemente, es una tragedia. 

Esta es mi opinión: quien tiene poder desea conservarlo y, quien tiene un poder mayor, quiere,  además, hacer algo para ser recordado. 

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es leído en todas las escuelas de liderazgo, donde se toma  buena nota de sus proposiciones. Algunas de ellas: “es mejor ser amado que temido, si no  puedes ser ambos”, “el odio se gana tanto por las buenas obras como por las malas”,” la  promesa dada fue una necesidad del pasado; la palabra rota es una necesidad del presente”.  Se constata en él un sentido de lo justo, cuando recomienda ser amado a temido, con la coletilla  de si no puedes ser ambos. Una reflexión desde la experiencia de saber que una buena obra,  hacer un favor, puede generar resentimiento. Y un pragmatismo útil al afirmar que las promesas  se pueden romper por razón de estado. También se le atribuye la frase “el fin justifica los  medios”, aunque parece que fue Napoleón Bonaparte quien la escribió como conclusión tras leer  “El Príncipe”, no la serie, sino la famosa obra del señor Maquiavelo.

El poder 

Escritores, políticos, filósofos y psicólogos han estudiado cómo cambia el poder a quien lo  detenta. 

El poder es definido por la Real Academia Española como el “dominio, facultad y jurisdicción  que alguien tiene para mandar o ejecutar algo”. Otras descripciones tienen más cuenta los  aspectos sociales y concluyen que es la capacidad para conseguir que los demás hagan lo que  deseas. Política pura. 

Patologías del poder 

El médico británico, David Owen, acuñó el término “Síndrome de Hubris” para explicar una  serie de síntomas -no una enfermedad en sí- que afectan a las personas con poder. Describe una  adicción al mismo, incapacidad para escuchar opiniones contrarias, creencia de poder realizar  algo notable y convicción de que se sabe más de lo que se sabe. Toma el nombre de hubris del  vocablo griego hybris que señalaba el orgullo, la soberbia y la ambición desmedida. Sabía de lo  que hablaba, aparte de atender como médico a algunos relevantes políticos británicos, también  fue ministro de Sanidad y de Asuntos Exteriores. 

La Psicología Experimental ha encontrado algunas características en las personas con poder  social o político: 1-A mayor poder menor empatía. 2- Las personas poderosas también tienen  más probabilidades de actuar. Por ejemplo, son más propensas a eliminar cualquier estímulo que  les moleste del entorno. 3- Tienen tres veces más probabilidades de ofrecer ayuda a un extraño  en apuros, lo que se denomina el “efecto espectador” .  

También se ha visto que presentan un pensamiento más original y se dejan influenciar menos  por opiniones “expertas”. 

Un estudio reciente muestra los cinco trastornos de conducta más frecuentes entre directivos.  El trastorno obsesivo (darle vueltas a lo mismo) está asociado a la necesidad de asegurarse ante  decisiones difíciles. El trastorno asocial -con su falta de escrúpulos- a la necesidad de ser  distinto. El trastorno adictivo al deseo de probar. El trastorno histriónico -exageración de las  reacciones- al deseo de llamar la atención. El trastorno narcisista -creerse mejor- es un  compendio de la confirmación de esa creencia. 

En la Historia hay ejemplos de la forma en que el poder absoluto enloquece: Nerón, Calígula.  También de cómo personas con problemas mentales serios gobiernan grandes Estados  constitucionales: Theodore Roosvelt, Lyndon Johnson y Winston Churchill habían sufrido  trastorno bipolar durante sus mandatos, según varias investigaciones 

Hemos hablado de cómo el poder afecta a las personas sin patología psiquiátrica previa. En este  sentido no hay nada “puro”, según la forma de ser así se reacciona después ante los desafíos de  un liderazgo sea político, social o familiar. Si el poder es muy grande y duradero el reto es  mayor. Todos tenemos un pequeño poder sobre otro ser vivo. Reflexionemos sobre eso.