Mientras las dos orillas del estrecho de Gibraltar formaron parte de una misma unidad política, militar o religiosa, la paz reinó entre los habitantes de ese territorio al que, entonces, la mar unía. La situación se transformó por completo tras la finalización de un largo conflicto bélico que conocemos como Batalla del Estrecho y que acabó mediado el siglo XIV con la incorporación al bando castellano de las ciudades de Tarifa, Algeciras y Gibraltar y el establecimiento de una nueva frontera.
Desde ese momento las costas y sus habitantes, tanto las del norte como las del sur del Estrecho, se convirtieron en objetivos para aventureros, corsarios y piratas de toda índole y de cualquier credo que, especialmente durante los meses más bonancibles del año, realizaban incursiones rápidas y próximas a la costa desde embarcaciones movidas por el viento o por la fuerza de los remos con el fin de obtener botín que casi siempre estaba constituido por seres humanos que se vendían en los mercados de esclavos. La seguridad solo era posible tras los muros de las ciudades fortificadas, y no siempre. El riesgo de salir a trabajar en el campo, realizar las faenas de arar, sembrar o cosechar, cuidar del ganado, atender a las huertas en las vegas de los ríos o practicar las artes de pesca fuera de las fortificaciones implicaba siempre un gran peligro.
Es por ello que la costa norte del estrecho de Gibraltar, desde Tarifa hasta Estepona, se halla adornada por numerosas torres almenaras, torres vigía, cuya finalidad era dar aviso de la presencia de embarcaciones musulmanas, prevenir por medio de señales a los habitantes dispersos por los campos y a aquellos otros que habitaban las ciudades para que buscasen refugio o se aprestasen a defenderse en función de la envergadura del desembarco. Es precisamente esa condición fronteriza la que de alguna forma define en buena medida la historia y la cultura de los habitantes del territorio campogibraltareño, así como, debido a su inseguridad, se justifica la presencia de población poco arraigada y de gran movilidad que buscaba con su establecimiento en estas tierras la posibilidad de comenzar una nueva vida a partir de cero. Pero la vida en la frontera sur de España estuvo amenazada de manera permanente por las incursiones norteafricanas desde la Edad Media hasta prácticamente el mundo contemporáneo. A pesar de escasa población establecida en la zona y de la relativa escasez del botín que podría conseguirse en ella, las costas de la bahía de Gibraltar conocieron en 1540 un asalto procedente de la ciudad de Argel. Casi dos mil hombres llegados en dieciséis naves, a las órdenes de Alí Hamet y Caramani, asaltaron, saquearon y consiguieron cautivos en una ciudad fortificada y artillada que contaba, además, con varias almenaras y sistemas de alarma. Si eso sucedía en una fortaleza, la sensación de indefensión entre la población que vivía extramuros debía ser absoluta. Las llamadas a rebato ante la presencia de berberiscos en las costas de la comarca eran un fenómeno frecuente; los saltos en tierra de musulmanes procedentes desde la orilla sur eran repelidos con gran fuerza por las milicias urbanas de ciudades como Tarifa. Las muertes de personas o el cautiverio de los apresados en estas razzias eran moneda de uso corriente entre los habitantes de la peligrosa frontera que delimitaban las aguas del estrecho de Gibraltar.