Mientras Lucía tomaba café con Mónica, su mejor amiga, no dejaba de contarle la maravillosa semana de septiembre que estuvo de vacaciones con su marido en tierras de esta, una preciosa villa costera que disfrutaba de una playa inmensa de aguas cristalinas. «Lo mejor fue el hotel Salabre —dijo, emocionada—. Un negocio pequeño pero precioso y bien atendido, a pesar de que nunca vimos a ningún empleado. Todo lo hacía la dueña, aunque no nos faltó nada en ningún momento. Solo se veía, de vez en cuando, a una pequeña que no paraba de jugar con una muñeca rota». La mirada de Mónica mostraba desconcierto total, lo que no impidió que Lucía siguiera dándole detalles: «Ocurrió algo, no obstante, que nos extrañó mucho… Verás, cuando regresábamos a casa, Pedro se percató de que había olvidado una carpeta y volvimos a recogerla. Fue muy extraño, porque no dábamos con el hotel. ¡Nos perdimos! Encontramos uno muy parecido, pero con las puertas y las ventanas selladas. Tenía pinta de estar cerrado y abandonado desde muchos años atrás. Al final nos marchamos sin la carpeta… Pero ¿por qué te extrañas?». Su amiga, decidida, por fin intervino: «Mira, Lucía, no quiero asustarte… Hace más de diez años que la hija de la propietaria del hotel Salabre se ahogó en el mar, y su mamá, destrozada, se suicidó dentro del hotel. Desde entonces está cerrado».